¿Cómo hacer que la abstracción, que la cosa abstracta sea interpretada no como un paisaje, no como algo indefinido, no como fluctuaciones incondicionales, sino como un objeto concreto, como el estado o el acontecimiento de un cuerpo reconocible que se define en un asentamiento de lo fluido? Quizás el arte solo trate de provocar la parálisis interpretativa que produce la belleza de la naturaleza, lo que no es poca cosa. – Daniel Verbis, Pintura y presbicia, 2021.
Hace 99 años que Wassily Kandinsky publicó Punto y línea sobre plano, uno de los textos más influyentes en la teoría del color, las formas y la composición para la creación artística contemporánea. Este reconocido artista fue uno de los primeros en dar carta teórica a la abstracción, o lo que es lo mismo, a la descomposición de la figura. Según Theodor Adorno, cuanto más se libera el arte del tema figurativo, más se enfrenta el artista al propio material de creación con el que trabaja, pues se produce la ausencia de intermediación de un objeto externo.
Desde entonces, el arte parece haber oscilado entre las supuestas categorías opuestas de “figuración” y “abstracción”. Lejos de ello, ambos enfoques han convivido hasta complementarse y disipar el choque en la mente del espectador. Para los artistas plásticos, el punto de no retorno se fija a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando triunfan algunas corrientes no figurativas como el informalismo, el expresionismo abstracto o la abstracción postpictórica.
En concreto, en el ámbito leonés, algunos de los artistas más representativos de esta regeneración expresiva son Modesto Llamas, Paco Chamorro, Miguel Ángel Febrero, Manolo Jular o Esteban Tranche, quienes consiguieron, en palabras de Javier Hernando, una actualización en la creación artística de la comarca pese a encontrarse León en una situación marginal respecto a las grandes ciudades. Esta renovación penetró en las nuevas generaciones hasta llegar a la actualidad, donde la abstracción ha conseguido ser un lugar común y una influencia innegable para algunos artistas, tal y como vemos en esta exposición en la Galería Ármaga.
Precisamente esta muestra cuenta con varias obras de Esteban Tranche (Armunia, 1944): dos parejas de pinturas y una escultura en hierro. La figuración siempre había sido la base de su producción, hasta que en la década de los ochenta su creación comienza a diluirse en colores, líneas y puntos al seguir los preceptos de Kandinsky de contraposición de curva y quebrada hasta conseguir fortalecimiento compositivo. También reconoce las manifestaciones de San Isidoro y la Catedral de León, destacando las vidrieras de esta, como su principal influencia. La abstracción le permitió configurar el espacio mental necesario para extraer la base de su figuración, que define como no realista. Así, Tranche insinúa y seduce a través de las formas y el color, encontrándose en un punto intermedio.
De la misma generación es Paco Chamorro (León, 1946). Se expone una escultura (Arola, 2023) y un dibujo original en carboncillo en clara sintonía entre sí. La pieza de acero corten apoyada en mármol conecta con Los Chopos (1998), colocada en la parte trasera del exterior de la Casa Botines, teniendo en común el elemento plástico característico del artista: la cinta. En palabras de Manuel Valdés, Chamorro transforma la percepción del material rígido hasta lograr que sea suave y maleable, recreando de forma poética el movimiento.
Javier Victorero (Oviedo, 1967) es quizá el que más huella tiene de las tendencias antes mencionadas. Lo cierto es que hereda el sentido matérico y gestual al puro estilo de Kenneth Noland y Frank Stella, pero lo reinterpreta al conseguir introducir al público en un espacio renovador. Parte de un elemento referencial, como en este caso en A Curota II (2015), las playas asturianas, pero sobre todo a través del estudio de la luz. Concibe la pintura, como apunta Luis Feás, desde la emoción, la poesía, la música y la soledad sonora, o lo que es lo mismo, desde la vinculación lírica. Y de nuevo, al igual que otros artistas de esta exposición, vuelve a Kandinsky y su consideración sobre el Klangfarben o color tonal. Victorero carga de emoción los colores, como se puede observar en Silencio iluminado XXVII (2023), donde dispone vinilo en escala de grises sobre un fondo rojo ardiente e inquieto. De esta manera, configura un plano lleno de movimiento, superpuesto, con gran tensión y diferentes puntos de vista hasta rozar el Op Art.
Ramón Isidoro (Valencia de Don Juan, 1964), afincado en Asturias, ha sido, además de artista plástico, escenógrafo de diversas bandas musicales como Manta Ray o Nacho Vegas. En su pintura, que denomina abstracción lírica, utiliza la superposición de soportes como colorfield o campos de color. Mediante el collage de diferentes materiales consigue una luz mística; una analogía entre el poder de la luz y la divinidad. Recurre a la imitación del pan de oro mediante tintas serigráficas sobre las cuales surgen formas inidentificables en distintos colores. Esto remite, inevitablemente, al cromatismo propio de los iconos altomedievales bizantinos. Es visible en las cinco obras, de distinto tamaño, elegidas para esta exposición.
Pablo Maojo (San Pedro de Ambás, 1961) trabaja la madera de una forma poco convencional. Preferentemente se decanta por el castaño y el roble, abundantes en Asturias, mediante la talla directa con diversos tipos de sierra, introduciendo en ella una poética tosquedad mediante la alteración de su materialidad: no solo usa colores primarios, sino también vinagre, oxidando hasta conseguir el tono deseado. Es así como pasa de lo caótico a lo geométrico, configurando obras vibrantes a la par que personales. En las piezas presentes en esta exposición – Al lado de lo industrial, Rotos cerezos, Reflotar África y Lectura entre líneas – utiliza el color con una intención casi fauvista, que añade con pistola de aerosol y brocha. La retícula es la base de su composición. El material define en gran medida la forma final, dada por las vetas. Maojo lo retuerce y lo ensambla para un resultado final rotundo.
Begoña Pérez Rivera (Valderas, 1965) ha desarrollado una propuesta pictórica basada en la intención expansiva de la misma, según Roberto Castrillo. Sobre el soporte dispone rayados, retículas y ondulaciones para conseguir una composición apegada a los supuestos teóricos kandinskianos. Así ocurre en la intervención que ha ideado específicamente para esta exposición, donde podemos ver por primera vez obras creadas desde la cesura entre el siglo XX y el XXI hasta el día de hoy. Los cruces de líneas y contrastes cromáticos generan un espacio cargado de movimiento. Además, introduce un elemento encontrado: perchas provenientes de sus paseos nocturnos. De esta manera, las obras están “cogidas con pinzas”. Las utiliza para su serie Habitáculos, inspirada en planos de casas, pues las pinzas son típicas de las habitaciones, lugar donde se guarda la ropa. Aportan ligereza al no haber marco ni cristal, configurando una curiosa forma de presentar la obra. La serie más reciente lleva como título Nudos, los cuales no solo son físicos, sino problemas a resolver mediante la creatividad. La estructura se completa con otras obras de mediano y pequeño tamaño acercándose a la propuesta teórica del campo expandido de Rosalind Krauss.
Amando Casado (San Andrés de Montejos, 1959) se considera un fotógrafo abstracto, pues considera que el alejamiento de la realidad enriquece la imagen. Así lo vemos en El nido del sueño (2019), en brillantes tonos azulados. Registra la huella de la luz – lenguaje de la fotografía – con significación emocional mediante la experimentación durante el proceso de captación de la imagen. Así, como expresa Roberto Castrillo, rompe los vínculos que la fotografía posee con la realidad para convertir el mismo acto fotográfico en su discurso. Como apuntaba Kandinsky en De lo espiritual en el arte (1910), la construcción formal de las obras debe basarse en la necesidad interior, resultando en una intelectualización de la realidad. Exactamente eso hace Casado, mostrando mediante revolucionadas líneas sus disonancias más íntimas, gracias a la amplia investigación y experiencia en los tiempos del disparo de la cámara. El efecto conseguido, más que de gesto pictórico, es caligráfico, usando la luz como tinta.
Por último, Daniel Verbis (León, 1968), que se acerca a la corriente conceptual. El lenguaje verbal es el eje de su trabajo, experimentando con la palabra para crear diferentes juegos semánticos, visuales y fonéticos para relacionarla con lo visual – como expresaba Javier Hernando en el texto de una de las exposiciones más representativas de la renovación de la creación artística en León, León: punto y aparte. La nueva escena artística (1995) –. Según Roberto Castrillo, imprime en sus propuestas el análisis de la capacidad de los signos visuales y de los recursos materiales y técnicos. De forma habitual utiliza materiales a priori ajenos a la práctica pictórica (collage) y deconstruye la unidad entre contenedor y contenido, liberando a la materia plástica de los estrechos márgenes del bastidor. Para Verbis, el collage es una realidad fragmentada, pues rompe la secuencia temporal y la continuidad espacial. No solo el arte, sino que la vida también es un collage. Buen ejemplo de ello es Una vida que se agita (2022), la serie de cuatro obras que compone uno de los ejes centrales de la actual muestra. Retrata de forma muy precisa algo irreconocible en vez de pintar de manera imprecisa algo reconocible. Está acompañada de dos esculturas: Interferencia cromática (2017) y Una pintura en cierto modo encasillada (2025) en esta misma línea.
Estos ocho artistas representan ocho miradas diferentes sobre la expresión plástica. Ocho miradas que convergen en el terreno común de la abstracción; un diálogo libre entre lenguajes, técnicas y distintas sensibilidades; un espacio de expresión, búsqueda y resonancia compartida.
30 de mayo de 2025
Texto y comisariado: María Pérez Fernández