Por las calles de las sombras luminosas, las siluetas, los reflejos, ilusiones de espejismo. Figuras en estado de fluidez, circulan, levitan, parecen deslizarse, flotan en un medio no sujeto a la gravedad.
Óscar, cuando es músico, toca el bajo, se encarga de los graves, posar al grupo en la tierra, que toque tierra, que la pulse; y suele tocar unas líneas que en jazz se llaman bajo caminante, walking bass: avanzan, progresan, aunque sea en círculos. Eso mismo hace cuando es fotógrafo caminante.
Hay una hojarasca, la ciudad bajo una parra en la que pica el sol, ciudad vegetal a pesar de las aristas y los materiales pulidos que la construyen. Pero no son sólidos. Es una geometría fluyente, materias deslizantes. Se diría que también las calles pasan ante nosotros como un tren, de cercanías o de larga distancia.
O es una maqueta filtrada por haces lumínicos y rayos.
Y quienes pasan, ¿qué humanidad tienen? ¿Sienten, padecen? ¿Son transparentes también, son maniquíes? Entre las transparencias y las opacidades, ¿hay soledad en esas calles? ¿Son seres solitarios, como en los cuadros de Hopper?
En el juego de la representación (toda fotografía es fantasmal, simulacro de un afuera indiscernible) esas figuras habitan su propio espacio, el que Óscar les ha abierto con su imaginación y su cámara, y podemos suponerles la misma humanidad de quienes ahora las estamos mirando. Su condición es ir de paso. Son gente común, aunque sean bidimensionales y estén reflejadas y parezcan translúcidas. No están al otro lado del espejo, son nuestros conciudadanos, los conocemos, están yendo a lo suyo, lo común a todos y también lo que cada cual lleva dentro y es intransferible cuando pasa a nuestro lado. Van despiertos y por la calle.
Tramas, celosías, escaparates, interiores y exteriores como laberintos superpuestos: todos los espacios de la visión, del que mira con la agilidad del furtivo.
Lo vacío, lo lleno: un bazar espaciado. Cuando hay una figura parada, otra avanza, la adelanta
Tramas superficiales que no impiden la proliferación de los planos, los corredores que se abren en la distancia. Y las trampas (“el paraíso de las trampas”, escribía André Breton en Nadja). Como si estuviéramos en un espacio curvo, hay deformaciones: el escaparate de una librería con los títulos de los libros vueltos del revés, leemos de derecha a izquierda el nombre de una autora, cabeza abajo. Pero son deformaciones inocentes: al fondo, los rótulos de los comercios están donde siempre, la heladería se entiende, dan ganas de entrar a pedir uno de fresa.
Colores de alegría urbana.
Ildefonso Rodríguez