Témperas sobre papel, témperas sobre madera y óleo sobre tela
SIGNIFICANDO A ESTEBAN TRANCHE
Conozco a Esteban Tranche desde una infancia común, unidos en la voracidad incorporativa de la magia figurativa de los comics, (cuando aún se llamaban de forma entrañablemente “tebeos”). Ya probablemente digeríamos cosas distintas: él, la imagen y el movimiento; yo, la emoción de las historias. Se marcaban ya dos vías de desarrollo próximo y diferenciado.
También sé y siento su amistad que rellena días de soledades sin tarea.
Admiro su pintura, de la que he tenido la suerte de poder hacer un Comentario-Introducción en torno a una de sus exposiciones. Entonces fue sobre su modo de Creatividad.
Si a todo lo anterior añadimos que no soy en absoluto un crítico de arte, ni siquiera un experto cualificado para valorar una producción de esa índole, creo que reúno los suficientes datos para que este mi trabajo sobre su reciente exposición “Errantes y otras figuraciones” no pueda ser considerado imparcial, y sí una producción subjetiva. Esto permite a quien lo lea, rechazar su contenido sin el menor cargo de conciencia.
Mostrar másMostrar menos Soy de León, y como tal, acostumbrado al deslumbramiento de una luz cromática que nacida desde las vidrieras de la Catedral ha tenido a bien continuarse en otras producciones artísticas. Y es ese deslumbramiento, también de la explosión de color, el primer impacto que he recibido de esta exposición. Podría decir, desde mi goce sensorial, que E.T. “pinta cada día no solo mejor, sino más bonito”. Pero él sabe, como buen leonés, que el deslumbramiento sensorial del color no es más que una metáfora de la luz, de una luz cegadora que ha de transformarse y deconstruirse en colores para poder ser vista y sentida como impulso irrefrenable al conocimiento. Aquí el color tiene el doble mensaje de mostrar la luz y esconderla en una transformación que nos resulte tolerable. Con esa transformación de la luz en color, juega E.T.; y es esa conmoción sentida de la intensidad y calidad colorística de sus cuadros, necesitada de una sujeción de líneas continentes – a veces esbozos de figuras antropomorfas fragmentadas o distorsionadas – para no deslizarse hacia un vértigo orgiástico visual y cegador, lo que me ha empujado a intentar encontrar algún significado para que mi aparato de elaboración mental pueda digerirlas y asimilarlas. He necesitado ir a encontrarme con ese E.T. que a sí mismo se califica como neo-figurativista (¿qué importa la distorsión si en la mente pueden volver a formarse nuevos conjuntos?), que no está lejos de aquél Tranche niño lector de comics, para pensar que siempre nos estará contando algo, narrando historias, describiendo acontecimientos, sugiriendo pensares o pellizcando emociones. Todo en torno al ser humano y el ambiente que le rodea. Su pintura es así, pinta lo que ve, que siempre está algo más allá de donde mira, y nos lo muestra transformado en una imagen. Cada uno de sus cuadros y en conjunto no son más que vicisitudes de nuestro caminar cotidiano. E.T. vive al hombre como un objeto incompleto, en permanente riesgo de dilución del sí mismo y en movimiento. En permanente movimiento hacia la búsqueda de otro que le complete o al menos le amortigüe (serie de los “Errantes” ya sean “rítmicos”, “nocturnos” o “pardo-oscuros”). Pero él no es pintor de encuentros amorosos bucólicos (salvo los que se deslizan bajo el título de Dafnis y Cloe sobre fondo verde o naranja, tal vez lapsus surgidos de una buena experiencia de junturas gozosas o ensoñaciones de descubrimientos ingenuos pre-puberales). No, el nos pinta al hombre actual, albergue de sentimientos de carencias, resentimientos, soledades, pérdidas y rabias, que busca un ensamblaje simétrico imposible en una unión placentera. La sensación de goce, no es deseo de amor, sino necesidad de existencia aceptablemente apacible. Lo que nos muestra son entidades solitarias o parejas en encuentros descarnados, o paradójicamente “en carne viva”, plenos de movimientos circulares sobre ellos mismos hasta “dar” con el envoltorio equilibrado, pero frágil, del nudo masoquista. Eso es lo que él considera belleza: el logro de una relativa quietud del movimiento. Se han entrelazado los dolores mutuos. Pero se sabe que esta unión es efímera, y cada rompimiento deja al desnudo toda la agresividad silenciada bajo el culto del deseo y la satisfacción. Son sus anti-Dafnis y Cloe, esos cuadros de errantes que nos enfrenta a una sucesión de encuentros y ensamblajes con la desnudez de carencias o de sus agresiones. No se muere la unión con cada pérdida, se reactivan los dolores en forma pasiva o activa. La parte lacerante e hiriente no cubierta por el otro y que se blandea ahora al desnudo de forma amenazante. Ahí están las tragedias de los rompimientos. No hay forma de evitarlos. Como tampoco se puede evitar la permanente búsqueda del otro. Su tríptico “a lo largo del día”, nos va mostrando su sucesión trasmutadora; desde la deconstrucción inicial de un sí-mismo disperso y fragmentado, hasta su auto-concreción en partes antropomorfas a la búsqueda del encuentro que le permita reconocerse y ser re-conocido para mitigar esa necesidad social del otro para sobrevivir. De dónde surge esa visión de los mundos unas veces externo, otras interno, que pone ante nuestros ojos. Él da importancia a la insistencia de la curiosidad de nuestra mirada. Una mirada alejada de lo convencional, mirada que tiene el secreto de despojar lo conocido, lo aparente, esas formas a las que hemos colocado el sobrenombre infranqueable de Clásicas. Hay una cierta semejanza con el mirar penumbroso de Velázquez para captar matices de colores, pero aquí ET encuentra en su mirada rompedora de conjuntos organizados para un cuerpo impermeable y puede llegar a percibir aspectos de un mundo sub-sistente donde están las emociones, lo catastrófico, lo cambiante, lo irrecuperable, o las primeras representaciones inconexas y fragmentadas de nuestras sensaciones. Allí donde aparece el hombre que ante un acontecimiento siente una idea, muy anterior a la sociedad que usa pensamientos solo descriptivos. Un buen ejemplo lo encontramos en su magnífico cuadro titulado MAD, en referencia al atentado en Madrid del 11-M. Tranche ve y cuenta algo que está más allá del dolor y de la pena, colocándose emocionalmente en la experiencia de pánico ante la destrucción irreversible. El cuadro tiene en su parte superior izquierda un pequeño rincón azul que parece no contaminado del desastre. Tal vez usa aquí la técnica de memorias antiguas de su caminar veneciano al lado de Saeti para expresar un significado: ¿es una ventana abierta a la esperanza? ¿es su posición “observadora y no participante” ante los juegos a sangre del poder? No puedo evidentemente abarcar el significado de la totalidad de la obra que nos presenta en esta exposición del Museo de León, ni es mi intención hacerlo, pero sí una conjetura sobre el pintar figurativo de E. Tranche. Creo que él mismo nos da una la clave cuando hace referencia en la insistencia visual como fuente de conocimiento. Él sostiene la vista con la violencia insolente que fragmenta los conjuntos de formas conocidas. Sus ojos no están solo para registrar lo que ese mundo le ofrece, él mira con esa mirada llena de fe en la creencia de que terminará viendo algo más que la apariencia externa de las cosas. Mira como reza un místico, a la espera de que le llegue inesperadamente, casi ingenuamente, aspectos de otros mundos que subsisten a la forma habitual de los objetos, incluyéndose a sí mismo como tal. Y en ese mundo se encuentra impactado (como él nos impacta con sus cuadros) con elementos nuevos aún no cosidos a palabras, imágenes ni formas, tal vez solo esbozos de ideogramas. Ese choque deslumbrante y cegador de lo nuevo, de lo inesperado y no expresado, amenazante por su intensidad y por su incertidumbre, peligroso y atrayente, como una cabeza de Medusa a la que hay que encontrar una representación para no sufrir de ceguera de conocimientos ni del éxtasis al que se puede llegar “tragado” por ese mundo nuevo de emociones al que le ha llevado la luz de la curiosidad. Tranche nos devuelve la luz cegadora del descubrimiento, transformada en colores, de un mundo de experiencias de conocimientos, emocionales o de sensaciones que aún carecen de símbolos. Esas ecperiencias, solo pueden ser contenidas perfilando líneas que marquen espacios o detengan el color para no enloquecerse ni enloquecernos. Pienso que desde esa perspectiva E.T. puede mostrarnos el horror del vacío interno del hombre actual, tatuado externamente de modas, slogans, o imitaciones en su cuadro “made in Japan”, auténtica ingeniería cromática. O tener que ayudarse de la palabra “fragores” para expresar la desesperación rabiosa de la frustración de la ausencia de la sonrisa del otro (secuencia de las mascarillas como consecuencia del confinamiento), o la terrible soledad de la distancia y la pérdida sin secuelas del objeto ausente, (secuencia de cuadros que finaliza en “el silencio simplemente”). En este ejercicio que hace de su pintura, pienso a veces que E.T. no siempre es consciente de lo que pinta, aunque sí del logro de su idea de belleza. Confiada su intuición a lo todavía no conocido, deja vagar su pincel a lo que encuentra su mirada (transgresora de envoltorios conocidos). Desde esa penumbra – transformada en colores y figuras fragmentadas como un mobiliario para-simbólico – nos invita a imaginaciones y sentimientos sobre el hombre y su mundo. No. Muy a pesar de los colores, la exposición que esta vez nos muestra E.T. es una exposición triste, de una tristeza que no sigue para su expresión la vía del estado de ánimo, si no la vía del conocimiento y que nos deja inquietas sensaciones de incertidumbre o desencantos de cualquier ensimismamiento. En todo caso, la pintura de Esteban Tranche, es como siempre, una invitación al pensamiento emocional. Un lujo para estos tiempos. V. Rodríguez Melón Agosto 2022