
L-1 Bilbao y el agujero de gusano, obra en la exposición De perros, casas y profetas de V. Mourelo. Texto: María Pérez Fernández
La penuria no era la escasez,
la penuria era la ausencia,
la pérdida de lo habitual,
de la seguridad que proporciona lo cotidiano,
la fragilidad de los normal que damos por supuesto.
Quizá lo que tenemos en mente al pensar en un pintor, aún en la actualidad, es un ser entregado a su taller, pincel y paleta de colores en mano, un autorretrato de Rembrandt. Lo cierto es que esta idea ha caducado hace varias décadas. Hoy, el pintor puede estar igualmente atormentado, pero los medios para expresarse han cambiado porque los tiempos y la propia Historia del Arte también lo han hecho. Para aquellos que quieren estar a la vanguardia artística, la descomposición del dibujo y el predominio del color resultan definitorios, así como la predominancia de la idea sobre el resultado final. La experimentación y diversidad de medios – collage, performance, medios digitales… – ha marcado los últimos tiempos la creación artística. Se ha conformado, más que tendencias dentro del arte, un arte con voluntad de tendencias, pues la hibridación entre los creadores actuales es territorio común.
V. Mourelo (Cacabelos, 1965) se sitúa en este camino. Por una parte, la influencia de la abstracción lírica – de la que consideramos Primera acuarela abstracta (1910) de Wassily Kandinsky la obra fundacional – es más que evidente. Busca, al igual que el maestro ruso, expresar sus emociones mediante la liberación del color; por otra, los campos de color de Rothko son la base de su composición, que aplica mediante amplios brochazos cargados de materia pictórica sin temor a dejar gran parte de la superficie cubierta solamente por estos. Derivado de ello, el dibujo se vuelve cada vez más prescindible, siendo el propio color el que delimita las figuras. En esta agresividad a la hora de tratar el color se deja ver, en cierta medida, la relación que V. Mourelo tiene con su pintura: una necesidad biológica y una motivación vital, a la vez que un encuentro brusco consigo mismo.
Vivir es, en sí mismo, un escenario artístico. Las circunstancias personales han tenido un gran peso en la trayectoria artística de V. Mourelo. Su traslado a Madrid en 2018 le trajo un gran desconcierto, causándole desconexión con el paisaje urbano y humano que le rodeaba. En la primavera de 2020, en pleno confinamiento por la pandemia COVID-19, dejó de poder ir a su taller. Es entonces cuando el artista se sumió en una crisis total, llegando a cuestionar su pintura como lenguaje y objeto de memoria. La figuración casi desapareció de su obra, reduciendo su paleta – habitualmente muy colorista – al blanco, dando forma nada más que a unos pocos volúmenes. Se resguardó en el dibujo, utilizando recursos mínimos, como cuadernos, pero también rollos de papel protector de suelo con barras de carbón compuesto y tinta. Esto determinó un resultado de grandes dimensiones, convirtiéndose el suelo de su casa en la huella de la incertidumbre propia del momento.
Con el paso de los años, el artista se ha permitido salir de la práctica pictórica convencional. Si bien no es un aspecto novedoso en su carrera – en 2008 presentó la serie de collages Ropones -, sí lo hace ahora de manera más consciente y elaborada. Ha sido un proceso muy íntimo, más allá de la experimentación plástica en sí misma. Un proceso de huir de los cánones academicistas, de perdonarse a sí mismo, de autoafirmar su creación, de empezar a ser quien quiere ser sin pretender agradar al resto con ello. Ha retomado el collage sobre papel en En el camino de la camisa de mi padre o Patriarka(no), aludiendo al peso que aún tiene en él la figura paterna, así como en Memoria Postal, dejando solamente el pelo como rasgo definitorio de los humanos.
En esta época ha creado lo que él denomina “artefactos”. Se encuentran a medio camino entre el readymade duchampiano – obras configuradas a través de objetos cotidianos encontrados – y los proun de El Lissitzky – composiciones geométricas que surgen gracias a la inspiración en artistas del pasado -, conformando las obras más curiosas y diferentes dentro de su producción. La pieza que marcó un antes y un después, en este sentido, es Sudario (2020). V. Mourelo dobla el lienzo sobre sí mismo, como si fuera su propia sábana de crucifixión, como si no le quedase más pintura por hacer. Lo llena de un neutro color blanco, al igual que hace con la tabla lignaria sobre la que coloca la citada tela. Como contrapunto, y en clara llamada de atención, elige un tono flourescente para la parte superior, como si quisiera subrayar lo artístico que aún queda dentro de él, pero que no sabe cómo sacar. Otro “artefacto” presente en esta exposición es Display (2020), donde, en un claro homenaje a Vincent Van Gogh, cuestiona el límite entre objeto artístico y objeto arqueológico.
Volviendo a la pintura, y tras haber reconectado y recuperado su identidad, V. Mourelo nos presenta una serie en pequeño formato que, de nuevo, está íntimamente ligada a sus sucesos personales. Estas obras, terminadas en este año, traslucen, mediante lo onírico y lo poético, la pérdida de inocencia, su ruptura emocional y su renacimiento. Con ellas se relacionan armónicamente otras de mediano y gran formato, donde sustituye las cabezas por casas e introduce una nueva iconografía: los peces con patas. Algunas, como Casas voladoras y Los enanos del caos, remiten, tanto en contenido como en plástica, a otras obras del artista que signan su rasgo de personalidad, veáse Ciudad y mono (2010). Distintas dualidades – tránsito y permanencia, destrucción y reconstrucción, desarraigo y refugio… – conviven de manera abrupta y renovadora.
Esta exposición no pretende ser una retrospectiva de la carrera artística de V. Mourelo. Es, más bien, un reflejo de los últimos ocho años, tan turbulentos para el artista como para cualquiera que se ponga frente a las obras seleccionadas. Para pintar, como él mismo dice, hay que estar muy conectado con la realidad, con el presente; para poder imaginar necesitamos haber caminado hacia la recomposición de lo que fuimos.
Por María Pérez Fernández