Por JAVIER HERNANDO CARRASCO
Si hubo un artista de la generación informalista canónicamente gestual ese fue sin duda Manuel Viola. No pretendo con esta afirmación limitar la condición gestual del informalismo español a su persona, pues es evidente que otros pintores de su misma generación también la desarrollaron, sino resaltar la ortodoxia, la concentración en esa manera de abordar la obra, y sobre todo su fidelidad a la misma. Si comparamos su gestualismo con el de los artistas más cercanos a él, los compañeros del grupo El Paso, la distancia es notable, ya que la mayoría tendió hacia lo matérico y quienes lo practicaron lo hicieron con menor ortodoxia e insistencia. Así Rafael Canogar compatibilizaba gesto y materia, pero enseguida abandonó ambas maneras en favor de una figuración que le permitiría establecer discursos críticos más directos; y Antonio Saura, quien también insistiría a lo largo de su trayectoria en la presencia de un gesto agresivo, lo haría desde la orientación neofigurativa desarrollada por los componentes del grupo Cobra.
Quizás esa fidelidad a un gestualismo puro, en línea con los más característicos de los pintores europeos y norteamericanos: desde Hans Hofmann a Franz Kline, pasando por George Mathieu o Pierre Soulages, podría atribuirse a aquel “anarquismo radical” que el gran José María Moreno Galván atribuía al pintor, aunque también las características explosiones cromáticas de sus obras, generadoras de intensos contrastes lumínicos sobre fondos negros, llevaron a la crítica de la época de una forma casi unánime a considerar la obra de Manuel Viola y sus compañeros de El Paso, como una prolongación de la tradición tenebrista de la pintura española. La apelación al tenebrismo español, entendido como una verdadera constante, como una “determinación de su carácter” diría José de Castro Arines, llegó a convertirse casi en un lugar común, y aunque no hay duda de la presencia de un tono lúgubre en la mayor parte de las obras de aquel informalismo mesetario, las razones del mismo se hallan en la realidad de la época y no en la supuesta constante histórica.
Los gestos arrebatadores forman parte del abecedario formal de buena parte del informalismo europeo y norteamericano. Y en este sentido Manuel Viola no hizo sino insertarse en dicha corriente. Asimismo hay un impulso común que ampara aquella postura: la descarga de una tensión emocional, fruto de las situaciones bélicas vividas en mayor o menor medida por todos los artistas de aquellas generaciones y que en el caso español se prolongaría con la instauración de la dictadura. De manera que no parece arriesgado atribuir la condición dramática de nuestro informalismo a la prolongada presencia de un régimen represor que condicionaba y en muchos casos amenazaba la propia existencia de sus ciudadanos, particularmente de todos aquellos que de una y otra forma habían tenido relación con el legítimo gobierno republicano, como fue en el caso de Manuel Viola, ya que el pintor aragonés luchó en el bando republicano, convirtiéndose en exiliado tras el triunfo franquista.
Su instalación en París le sirvió precisamente para sumergirse en aquel universo informalista en contacto con los grandes nombres de la abstracción lírica francesa, como Wols o Hartung, tras su paso por el surrealismo –su vinculación con Francis Picabia fue especialmente cercana– que iniciara en 1933 cuando junto a Leandre Cristòfol y García Lamolla creó en Lérida la revista Art. Sería por tanto en París donde Manuel Viola se confirmaría como pintor, donde halló su verdadera poética que años más tarde, a partir de 1949, fecha de su retorno a España, desarrollaría con plenitud.
En aquel ambiente político y social represivo muchos pintores se decantaron por volcar sobre el cuadro sus sentimientos de frustración, de desesperanza. El gesto pictórico de Manuel Viola es arrebatador, poderoso, enérgico, luminoso, lírico. Pero también tiene algo de luctuoso, prueba inequívoca del malestar interior que le atenazaba. Su trabajo junto a los líricos franceses le hizo sin duda soslayar los nuevos materiales, alejarse de la pintura matérica que con tanta reiteración como eficacia utilizaron sus compañeros españoles. En este sentido adopta una posición más tradicional: el uso estricto de la materia pictórica, aunque no debe olvidarse que tanto franceses como norteamericanos hicieron lo propio, pues nada más idóneo que la materia pictórica para lograr la máxima plenitud del gesto plástico. Las imágenes de Manuel Viola muestran una continuidad que no es sino reflejo de un obsesivo impulso interior trasladado al lienzo. Los espacios oscuros, negros o cercanos al mismo, sirven de fondo a unas turbulencias verdaderamente ciclónicas que una y otra vez transitan sobre aquél. El proceso de ejecución queda inequívocamente reflejado, como testimonio de un acto que adquiere valor en sí mismo. El recorrido de la mano al generar cada trazo sirve al mismo tiempo para definir el sentido de la circulación de la imagen descrita que construye torbellinos pictóricos. Sobre ese campo oscuro fluctúa la onda dinámica elaborada casi siempre mediante un solo color: marrón, rojo, gris, azul. Es entonces cuando sus obras adquieren ese inequívoco tono goyesco, que el propio autor reclamaba sin ambages para sí mismo. No obstante, en otras ocasiones la mayor dispersión de los flujos gestuales, así como su diversificación cromática, rebajan la intensidad tenebrista, aproximándose más a los campos gestuales expansivos y coloristas de autores como Willem de Kooning. Sin embargo en la obra de Manuel Viola la luz adquiere un papel decisivo, pues en ella se concentra tanto la expresión dinámica de la forma como su derivación sinestésica sonora: el grito, exteriorización de un desasosiego permanente.
Convengamos por tanto en que su obra es la manifestación palpable de un estado de inestabilidad emocional que dada la idiosincrasia del autor, esa condición anárquica aludida, deviene furia irreprimible. Preguntado en cierta ocasión sobre las influencias recibidas, el artista señaló taxativamente: “La atmósfera de este país, los cuadros de Goya y el aire de París”. Esta última apuntaría hacia la pregnancia de las estrategias pictóricas de la abstracción lírica francesa, en tanto que las dos primeras aluden al sentido profundo de sus imágenes, en el que Manuel Viola viene a coincidir con Francisco de Goya: la incidencia de la España negra en hombre de la época. Así que la tan cacareada idiosincrasia tremendista española que los críticos del franquismo hallaban en las imágenes de Viola en realidad eran la evidencia de que una vez más aquella España represora y rancia había vuelto a imponerse. Sólo algunos críticos apuntaron sutilmente, como obligaba la censura imperante, hacia aquel estado de cosas. Por ejemplo Vicente Aguilera Cerni dijo que “el gesto arrasado… parece el símbolo de una lucha, un acorde condenado al fracaso”. El sentimiento de Manuel Viola ante tan palpable evidencia fue la furia que alimentó su obra. Y si consideramos que precisamente una de las manifestaciones de la furia es la velocidad, la vehemencia con la que se ejecuta una cosa, parece incontestable la identidad entre sentimiento y forma pictórica; una forma que no pretende instaurar significados sino simbolizar un estado interior. Así que sus gestos pictóricos se convierten en signos de furia.
* Nota:
Texto escrito por el profesor y crítico de arte Javier Hernando Carrasco para el catálogo de una exposición de Manuel Viola en la Galería Ármaga en 2007.