Sólo sabemos de las cosas lo que nosotros mismo ponemos en ellas: la pinturas de Javier Fernández de Molina es reflexiva: el ojo va al lienzo y regresa a la mente sin saber qué decir. Se pregunta por eso que percibe, atento, en cambio, a su percibir mismo. El ojo interpreta, describe, señala: flor, remolino, sombra que los seres arrojan, sombra sin ser, pájaro. Un mundo en miniatura y un mundo inabarcable. Tornado, torbellino, superficies translúcidas, flor.
Por el humo hasta el fuego, por el azul al agua. Pero aire también. Hay gesto y hay luz. Hay rocío. Caminos no los hay. Hay espacios, paisajes, gentes que se mueven, pájaros colibríes. No quema, pero hubo fuego. Si el ojo se fija aún quema.
El ojo va al cerebro y pregunta el tamaño de las cosas que ve. Vistas de lejos, dice, andan, se deslizan o flotan, no pesan. Articuladas, intensas, gestuales. O sólo manchas: desde el ocre hasta el negro. Pardas. O accidentes. Pura pintura. El ojo cubre el camino desde ese pigmento hasta la aparición. Se figura: grumos, focos descentrados de materia, brillo, luces de empaste.
Fernández de Molina (Badajoz, 1956), entre lo abstracto y lo figurativo, se mueve, pinta. Pinta cosas reconocibles como tales: una cuchara, un pájaro. Que una forma se parezca a un objeto quiere decir que se parece a las formas con que ese objeto fue representado. En Fernández de Molina con frecuencia las formas, expresivas, no se parecen. El ojo va al cerebro: pura pintura.
Una pincelada irregularmente oval y negra dibuja una flor, un toque más intenso de amarillo señala los pistilos; cerca, una mancha ahumada como tinta dibuja un colibrí, algunas líneas se enmarañan vibrantes; atrás, la curva anaranjada de un poderoso sol.
Nada de todo eso está: sol, flor y colibrí los pone el ojo, su largo hábito de poner transporta esas cosas hasta el lienzo. Mi ojo pone el ojo al colibrí: un punto blanquecino sobre la mancha oscura. Los intersticios se cubren, la pintura señala en dirección a los seres, al temblor de las cosas, el ojo las ve temblar. En la pintura de Fernández de Molina el mundo es tembloroso.
Entre figuración y abstracción, la pincelada expresiva. Con los pigmentos se indaga en las relaciones espaciales: lejos, grande, cerca, pequeño. ¿Cuál es el tamaño real? ¿Qué significa real? El tamaño es el de lo que aparece. Los espacios, ¿los extensos paisajes?, se trazan con movimientos caligráficos, se remansan en más largas pinceladas, se sumergen en un vaho casi malva, casi azul. El ojo sigue la mano y la pintura, se tensa en la mancha parda, gris, casi negra sobre el diluido verde amarillento, se afila, blanco, en el aplique empastado, brillante, sobre una zona ceniza. Las cosas más que pesar se posan. Tienen poso. El ojo nota el poso. Mundos. ¿Cuánto tiempo? Construye: mira. El poso no desmiente la ligera movilidad incansable. Nervioso el gesto firma: patas de colibrí. Vagan, naufragan: caligrafía morbosa de temporalidad.
El ojo busca formas, le cuesta ver sin ellas. Quien pinta lucha con el ojo, con el ángel, le contradice, le irrita, se desvía; más real cuanto menos real. El ojo, ilusión pura, mira: humo y ceniza, semillas, trazos afirmativos, alas de colibrí: tembloroso temblar. Interroga al tiempo, hurga; encuentra lo descarnado, lo desencarnado. Y el calor del amor, el calor de la luz.
La mano se mide en la pintura, busca su verdad y la hechiza. Opera con pinceles; usa poca materia: no cubre, no superpone, no empasta; vela textura y superficie del lienzo o la deja desnuda, solo de imprimación. La pintura es fluida, de trazo diluido. O nervioso, ágil, enérgico, se desprende y espesa. Entre la figuración y la abstracción, busca la arista, lo arisco. Se justifica el trazo como el quiebro en la voz.
La tela, amable, requiebra al ojo. La ilusión no es dramática, pero algo del tiempo, del ritmo lo recoge, lo arrastra hacia lo oscuro. Giacometti contaba cómo buscando la relación espacial entre los seres encontró la despojada quietud de las cosas: no podía dejar de ver los vivos como muertos. Por caminos distintos, Fernández de Molina se acerca a ese lugar. Inquieta al ojo. Vuela leve y nervioso el colibrí. Vibran sus alas. Como pincho de acacia, clava largo su pico. Lo ve clavar el ojo.
Olvido García Valdés
Fotografía: Ángel López