José de León, un «infinito viajar»
Por LUIS GRAU LOBO
Como toda fuerza de la naturaleza, José de León no se detiene jamás, sólo cambia para volver a ser él mismo, para regenerarse. Y no cesa en esa transmutación, que es la vida. Por ese motivo, si la inspiración le encuentra trabajando es también porque trabaja sin fatiga e insaciablemente.Eso explica que, después de una retrospectiva nutrida y nutriente, después de apenas unos años de frenética labor, desde que allá por 2009 (tal lejos, tan cerca) embutiera su obra errabunda de ocho años en una exposición y un cumplido catálogo del ILC, nos abrume con una nueva entrega de facundia y prolijidad desbordantes. Como él es. Y sin palabras o pinceladas de más, sino, simplemente, las que viajaron con él para cambiar, las que nos devuelven a un José de León distinto y el mismo a la vez. Porque ha dejado algo de sí para traernos algo de allí. Porque José de León se mueve al tiempo que se mueve el mundo y, muchas veces al mismo y frenético ritmo, ese que no somos capaces de percibir hasta que reparamos en sus consecuencias.
Quizás por eso se ha ido a China, donde suceden ahora las cosas. A Beijing, ese sitio que antes decíamos Pekín y que seguro él llama así cuando se ríe de sí mismo. Tan a menudo. Porque José de León cocina día a día (noche a noche) y a fuego lento ese aire mestizo entre bohemio finisecular (del único fin-de-siécle que existe, el del XIX) como de perpetuo emigrante a la busca de sí mismo en un entorno a menudo hostil y petulante, que procede a desmantelar con la inocencia socarrona y limpia de su alter ego de obrero sabio, dominador de su oficio y de las mañas consustanciales al mismo, poseedor de claves que para sí quisieran quienes a veces lo cobijaron condescendientes.
De esa guisa, la del tipo con los ojos de par en par y la sonrisa pícara, José abarca el cosmos como un maestro de ceremonias circense, gesticula desde el taburete del jefe de pista y, con un movimiento amplio de sus brazos, despliega el teatrillo de sus obsesiones ante la luz ambarina y desenfocada de las obsesiones del propio mundo. Tan distintas y tan unas a la vez. Su aparente ingenuidad –rousseauniana, pero más del filósofo que del Aduanero– contiene siempre un guiño que nos hace partícipes de un engaño y una apariencia destinados a activar toda clase de sortilegios y camaraderías.
Como muchos otros de su generación pantagruélica –sucesora de la privación franquista– José de León ha engullido gran parte de la historia del arte occidental, de Giotto o Masaccio a Tiziano, a Millet o a Goya… y en especial ese clasicismo que se desplegó en las décadas previas a la Segunda Guerra Mundial. En sus obras, claro, pueden divisarse ecos de los horizontes inasequibles de Tanguy o de las figuras delicuescentes de Dalí, de las texturas de Ernst, del firmamento dislocado de Miró, de la sutileza de Klee y del lirismo ensoñador de Chagall… todo ello se extiende a lo largo de sus décadas de actividad cuál si fuera un cofre del que extrae cuanto necesita para cada género y cada asunto. Pero hay algo en todas sus piezas que nos hace reconocer en seguida que se trata de él, que es José quien los sobrevuela a todos. Y, claro, en sus obras también nos percatamos enseguida que no es suficiente con todo cuanto fluye hacia su pincel. Que él quiere más. Y lo está buscando.
Y sus lienzos se abren de par en par para abrigar historias no contadas (del todo). Relatos apenas aludidos sin principio ni final, rayuelas de una estancia en París (en Berlín, en Madrid, en Beijing… qué más da) que no se acomodó en ningún bistrot, en ningún Monte de Marte, en ningún cenáculo complaciente. En sus telas laten sonoridades de una melodía callada, nunca antes interpretada pero sabida por todos, que resuena cabeza adentro. Sus figuras, su color, sus trazos no son símbolos, sino signos de una revelación que está por llegar, sombras de una caverna luminosa y radiante que nos miente. Como todas. Y que dice la verdad. Como todas.
Pintura emocional más que automatista (más que surrealista o naïf, es un reflejo condicionado por su mero albedrío), la de José es cartografía de imaginaciones e impresiones, y por eso él deambula entre países y culturas, buscándose en singladuras sin rumbo, con muchos cabos sueltos, con infinitas derivas y derrotas. Y por eso ha ido al extremo oriente, para regresar repleto de cuadros formidables, sabios, de una rotundidad que durará hasta el próximo cambio, y convencido de que no existen los extremos en una esfera, ni cabe encontrar orientes, u otra orientación que no sea fugaz, transitoria, cambiante.