Ramón Isidoro

Atravesar el fuego con la mirada y habitarlo es una experiencia tentadora, hipnótica y narcotizante que seduce al espectador con la ilusión de un peligro que no le amenaza y con la promesa de una superación en la forja de nuestro imaginario. Ramón Isidoro no retrata el fuego, como ha hecho por ejemplo, Isidre Manils (Mollet, Barcelona, 1948) con pinturas al acrílico. Sin embargo, y pese a no proceder a la imitación insensata de éste, Isidoro nos dispone ante una experiencia bastarda del fuego, cuando la mirada viola la imposibilidad de detenerse ante la evolución inmisericorde y lasciva de las llamas. La obra de Isidoro, ya sea pictórica o fotográfica, siempre abstracta, progresa hacia una reflexión cada vez más marcada por la sensibilidad de lo sublime. El carácter de su producción es integrador, teatral en su apetito del cuerpo y del vértigo y por su hermanamiento con el arte musical, el más proclive a la sublimidad, a ese arrebato, a esa turbación vivificadora que nos arrasa o nos anega.

Dos fechas constituyen las piedras miliares del camino creativo de Ramón Isidoro: 1993 y 1998. La primera corresponde con el año de sus primeras exposiciones individuales de pintura, celebradas tanto en su Castilla natal como en su Asturias de adopción[1]. La segunda, es la fecha del inicio de su colaboración como escenógrafo e iluminador de Manta Ray. En efecto, desde entonces, y en paralelo a su obra autónoma, Ramón Isidoro constituye una suerte de miembro protésico de la banda de música Manta Ray, la propuesta más interesante de lo que en los medios de distribución musical de los noventa se llamó Xixón Sound, y, ciertamente, una de las más destacadas de su generación[2]. Sonidos obscuros, hermanados, si tuviéramos que sugerir alguna analogía con bandas dadas a conocer con anterioridad a la fundación de Manta Ray, con la densidad de My Bloody Valentine, Yo la tengo e incluso Sonic Youth, y caracterizados por ser portadores de un lirismo atormentado así como por las evoluciones sónicas que parecen dibujar espirales en el ritmo y la pulsión.

El trabajo pictórico de Ramón Isidoro se está alejando de los planteamientos que le hermanaban con el empastado cromático de algunas de las prácticas abstractas herederas de los seguidores del expresionismo abstracto para devenir crecientemente en una aproximación personal a una corriente que la historiografía ha bautizado como “mística de la luz”[3]. Una cosmovisión que se ha presentado en diversos episodios históricos y culturales en tradiciones culturales muy asentadas y que consiste en establecer una analogía entre el poder de la luz y la divinidad. Divina luz, explícitamente, ha cifrado Isidoro esta relación en el título de una de sus pinturas (2002-2004, técnica mixta sobre tela, 73 x 60 cm). En la cultura occidental un hombre, con su apetito, su voluntad y su gestión, parece dominar una época y dirigir sus gustos, no como una estética fría, sino como una posibilidad de abrazar lo excelso: el Abad Suger de Saint-Denis, un visionario que puede considerarse el pionero de la sensibilidad gótica, caracterizada, fundamentalmente, por su esbeltez y la inundación en su interior de una luz filtrada a través de las vidrieras hasta hacer del espacio un orden de invitación a la trascendencia[4].

Isidoro, como muchas de las corrientes de este misticismo por la materia, ha recurrido al oro, el metal refulgente que traduce visualmente el poder dador del Sol, otra imagen de la divinidad en múltiples culturas. Pero en lugar de servirse de pan de oro, recurre a su imitación en tintas serigráficas. En muchas de sus últimas obras, el soporte se encuentra íntegramente teñido de oro, sobre el cual, surgen formas inidentificables en rojo. En pinturas como Lo invisible está dentro de la luz, I, II, III y IV (2005, técnica mixta sobre tabla, 150 x 120 cm, cada una), la identificación con el pan de oro de los iconos bizantinos (comparten asimismo la selección de la madera como soporte) remite consciente o inconscientemente a una lectura religiosa que las grandes manchas rojas conducen a abundar al tiempo que a matizar su sensación como la de un sacrificio. Hay en ellas una pluralidad de lecturas insólitas, que acaso quepa relacionar, por ejemplo, con imágenes macroscópicas, como las constelaciones, o microscópicas, como un territorio celular. Las manchas parecen desbordar cualquier escrutinio racional y nos conducen ante una experiencia del caos. Si entendemos la experiencia de lo sublime como aquella que escapa a nuestro devenir cotidiano, aquello sobre lo que no tenemos medio apropiado de comunicación, entonces el vórtice del caos supone un estado privilegiado para exceder la ambición racional, la castración meridiana que nos amenaza. No por casualidad una de las páginas musicales que con mayor justicia puede calificarse como sublime del Clasicismo, el movimiento musical que coincide con el momento en que mayor atención se prestó a la reflexión estética de lo Sublime, es el comienzo de un oratorio dedicado a la Creación, muy libremente inspirado en el Paraíso Perdido (Paradise Lost) de John Milton[5]. La Creación (Die Schöpfung) de Franz Joseph Haydn, tiulado “La Representación del Caos”, un preludio instrumental de apenas siete minutos de duración que avanza in crescendo desde unos acordes líricos y frágiles, amenazados, y que conduce a una apoteosis en un tutti sobrecogedor y con un coro desbordante que anuncia que “Se hizo la Luz” (Und es ward Licht)[6].

Pese a lo afirmando, es notable el hecho, sin embargo, de que Isidoro privilegia un formato, el díptico, que resta rotundidad a su vocación por la atmósfera sublime. En efecto, las dos partes del díptico (una de ellas de carácter monocromático frente al vértigo o la fluidez abstracta de la compañera), ofrecidas sin espacio intersticial, presentan una brecha abrupta entre ambas, ante cuyo escrutinio se impone la racionalidad y el control de las diferencias, circunstancias que, aun inconscientemente, resultan inadecuadas para conducir a esa disolución emocional que es directriz en lo sublime y que consideramos alcanza con mayor destreza en las pinturas autónomas en oro y rojo a las que se aludía con anterioridad.

Creemos que, aunque de un modo menos evidente, Isidoro comparte una relectura de la sublimidad desprendida de cariz religioso alguno que es común a algunos creadores de su generación, como resulta particularmente explícito con la obra última de un creador tan próximo a Isidoro como Avelino Sala (Gijón, 1972), y su adaptación de una cierta iconografía romántica a la estética y a la moda contemporáneas, sin pretensión paródica alguna[7].

La de Isidoro no es la obra de un aventado. Más parece que se trata de una evolución pausada que conoce la obsesión de la melancolía. Creo que es posible hablar de su obra como una de tiempos lentos, en la que, como ocurre en las composiciones de los grupos a los que se ha referido en múltiples ocasiones en sus títulos, desde un desarrollo repetitivo de temas cadenciosos se culmina en un desbordante torbellino inducido por el propio sacrificio emocional al que se aferra. Pensamos en las composiciones de Sonic Youth –la banda neoyorquina a la que ha dedicado Isidoro una serie de dípticos en 2003- de la naturaleza menos bronca y más doliente que acaso no haya desarrollado más abismalmente que en su canción “JC” (de su noveno álbum Dirty, 1992), y la obra más significativa de, obviamente, Manta Ray, lo que demuestra que su compromiso con la banda no es meramente mercenario, sino vívido y compañero. Ya en 1998, año en el que comienza su colaboración en vivo, Manta Ray es la dedicataria de una serie (serie M. R.) de pinturas de pequeños y grandes formatos realizadas al óleo y con técnica mixta sobre tabla, mientras que muchas de sus pinturas posteriores se refieren al grupo como las series Score realizada en 1999

[8], homónima de la gira de aquel mismo año realizada por el grupo, o Estratexa, nombre de uno de los últimos discos de la banda, y que fue editado en 2003. Finalmente, cabría referirse, en este sentido, a Mogwai, la banda escocesa que constituye hoy una de las apuestas más promocionadas del post rock, y cuya mención es explícita en algunas de las obras de Isidoro, como Mogwai rojo y Mogwai verde (2001-2002, técnica mixta sobre tela, 146 x 224 cm, cada una).

Pero la obra de Isidoro no se desarrolla enteramente en planos pictóricos, sino que conoce un comportamiento de acción (su iluminación de los conciertos de Manta Ray), posteriormente detenida y estudiada para su congelación en fotografías que son expuestas en cajas de luz. Las cajas de luz de Isidoro muestran, como en un bucle, imágenes fragmentadas erigidas en autónomas de las evoluciones lumínicas de la puesta en escena. Hay en ello un rizo barroco. La fotografía, creación con la luz, se dirige a los efectos lumínicos de una puesta en escena[9]. Y son ofrecidas al espectador en sendas cajas de luz, un instrumento de exposición invasor por no recibir la luz sino por proyectarla tenuemente y afectando así a la atmósfera del espacio expositivo, que, al tiempo, es contagiada por la música de Manta Ray, compuesta ex profeso para la ocasión. Esta práctica de fragmentar la acción, eliminado el elemento humano, por ejemplo, haciéndola emisora de un tránsito detenido, de una miríada de tonalidades y formas inasibles al control absoluto se manifiestan, con una belleza insólita, como un modo de conferir abstracción a la realidad, de trascenderla de su contorno meridiano, de disolverla, de engañarla para revelar más profundamente nuestra inestabilidad y nuestro arrojo.

Notas

[1] Ramón Isidoro nació en 1964 en Valencia de Don Juan, León.

[2] La banda fue fundada en 1994. Su discografía se inició con el Ep Escuezme! (1994). Limitándonos a los discos grabados de larga duración, la relación es la siguiente: Manta Ray (1995), Pequeñas puertas que se abren y pequeñas puertas que se cierran (1997), Esperanza (2000), Estratexa (2003) y el reciente Torres de Electricidad (2006). Asimismo, Manta Ray ha grabado discos en colaboración como Diminuto cielo (junto a Javier Corcobado, 1997), La última historia de seducción (con Diabologum, 1997) y Heptágono (junto a Schwarz, 2001). Manta Ray grabó una banda sonora para su escucha en el montaje de la exposición Hyperosnic Paintings, una muestra individual de la obra de Ramón Isidoro en el Museo Barjola y la galería Espacio Líquido, sedes ambas de Gijón, el pasado 2005. El catálogo de la exposición incluye una copia de esta grabación.

[3] Una sugerente introducción a la cuestión se encuentra en NIETO ALCIADE, Víctor: La luz, símbolo y sistema visual. Madrid, Cátedra, 1989.

[4] Para lo concerniente a Suger y la Abadía de Saint-Denis, puede consultarse, CROSBY, Summer McKnight: The Royal Abbey of Saint-Denis from Its Beginnings to the Death of Suger. Yale University Press, 1987. El historiador del arte Erwin Panofsky, editó los textos del Abad Suger en 1946. Existe una reciente traducción española de su edición definitiva; PANOFSKY, Erwin: El Abad Suger. Sobre la Abadía de Saint-Denis y sus tesoros artísticos. Tr. de María Condor y Rosario López Gregorio. Madrid, Cátedra, 2004. Los versos con los que se abre este escrito son los dos de la inscripción grabada en las puertas de la Abadía de Saint-Denis. Fueron transcritas por el autor en uno de sus libros, De las obras realizadas durante su administración; cfr. PANOFSKY, Erwin, op. cit., p. 65.

[5] El libreto le fue entregado a Haydn en Londres en 1795, aunque se cree que había sido escrito originalmente para su puesta en música por Händel, quien ya había compuesto una suerte de oratorio basado en poemas de John Milton, L’Allegro, il Penseroso ed il Moderato, estrenada en 1740. Milton fue señalado repetidamente como el poeta que más logró transmitir la inquietud de la sublimidad, particularmente en la glosa satánica que se halla en su Paraíso Perdido. En este sentido se pronunciaron, entre otros, los influyentes teóricos y críticos del momento, Edmund Burke (autor del más importante ensayo dieciochesco dedicado a lo sublime, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello, que, traducido por vez primera en España en 1807 y que ha conocido modernas reediciones), Samuel Johnson o Joseph Addison.

[6] Los primeros versículos de la Biblia se ocupan de ello; “Al principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era una soledad caótica y las tiniebla cubrían el abismo, mientras el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. Y dijo Dios: -Que exista la luz. Y la luz existió” (Gn 1, 1-3).

[7] Sala ha dedicado un ensayo a Isidoro, SALA, Avelino: “Algunas estrategias de resistencia y esperanza en la obra de Ramón Isidoro”, en Ramón Isidoro. Hypersonic Paintings; op. cit., pp. 14-19. Sala encuentra en la obra de Isidoro la de un cómplice cuyo trabajo le fuerza a escribir una nota que, en realidad, parece aplicarse a su propia producción, “la experimentación de la obra de arte verdadera ha de acercarse a lo más profundo, a ámbitos en los que haya una incursión en lo íntimo, la sensación de lo Sublime es como una pregunta sin respuesta, algo que, cada uno, experimenta de independiente manera, algo intransferible, único, es este acercamiento particular, privado e íntimo el único válido, el auténtico”; ibid., p. 14. El número 14 de la publicación periódica Sublime (septiembre de 2004), que entonces dirigía editorialmente en solitario Sala, destacaba el trabajo de Isidoro en sus páginas 38 y 39.

[8] Score fue grabado en directo en 1998 en el Teatro Jovellanos en el marco de la trigésimo sexta edición del Festival Internacional de Cine de Gijón. Algunas de las pinturas de esta serie, como Score (1999, técnica mixta sobre tela, 114 x 300 cm y Score V, VI, VII y VIII (1999, técnica mixta sobre tabla, 24 x 102 cm, cada una), constituidas como dípticos, ofrecían en una de sus dos partes un contraste entre el oro y el rojo que ha sido explotado con singular gravedad en las obras de los últimos meses.

[9] Con razón ha subrayado José Luis Corazón que estas imágenes se hallan ligadas a la “ejecución de una interpretación”; cfr. CORAZÓN ARDURA, José Luis: “Hypersonic Paintings. Una poética de Ramón Isidoro”, en Ramón Isidoro. Hypersonic Paintings. Gijón, Museo Barjola, 2006, pp. 34-39. La cita procede de la p. 35. Acordamos con el autor, y al hacerlo, constatamos que se trata, entonces, de dos interpretaciones: la evolución lumínica obedece a un acontecimiento (la interpretación musical en directo de la banda) y su resultado mostrado autónomamente sale al encuentro del espectador y su capacidad volitiva, racional y sentimental.

Ensayo original: El fuego inmóvil de Ramón Isidoro

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